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Entre la incertidumbre y la esperanza: un 9 de mayo que nadie pudo imaginar

Luis N. González Alonso, director del Centro Europe Direct

 

En circunstancias normales, este 9 de mayo habría sido el de la inauguración oficial –probablemente en la hermosa ciudad croata de Dubrovnik- de la “Conferencia ciudadana sobre el futuro de Europa”, un ambicioso proceso de participación pública que debería prolongarse durante casi dos años con el objetivo de contribuir a definir el nuevo horizonte del proyecto europeo tras una etapa, marcada por crisis de todo tipo, que ya creíamos superada. Qué mejor momento para ello que el de este septuagésimo aniversario de la Declaración Schuman, aquella propuesta visionaria que en la primavera de 1950 sentó las bases de la integración europea al tiempo que sellaba definitivamente la reconciliación entre Francia y Alemania. Por eso lo recordamos cada año conmemorando en esta fecha el Día de Europa.

 

           Lamentablemente, sin embargo, el panorama es otro y nos enfrentamos a una situación inaudita, que nadie podía imaginar hace tan solo unas pocas semanas y que, todo parece indicar, va a dejar una huella muy profunda en Europa. A medida que vamos conteniendo la dramática crisis sanitaria que está afectando especialmente a algunos Estados miembros de la Unión, esa idea de la “nueva normalidad” que se avecina nos genera una enorme incertidumbre sobre el futuro, aunque desde luego no tanta como la perspectiva de tener que hacer frente también y de manera inmediata a un shock económico de proporciones desconocidas en varias generaciones.

 

         Es comprensible que en este contexto los ciudadanos nos volvamos hacia a la UE en busca de protección; las propias instituciones europeas han reforzado esa expectativa en los últimos años al evocar reiteradamente, con unos u otros matices, la imagen de una “Europa que protege”, que aspira a proteger incluso nuestro “modo de vida” como europeos, aunque la corrección política aconsejara finalmente desterrar ese verbo y sustituirlo por el de “promover” en la denominación del mandato asignado a uno de los vicepresidentes de la nueva Comisión Europea (Promoting our European way of life). Lo que quizá no solemos tener tan presente, entre otras razones porque los responsables de nuestros gobiernos nacionales casi nunca son claros al respecto, es que por su propia naturaleza la Unión tiende a suscitar siempre más expectativas de las que cabalmente puede satisfacer con las capacidades reales de las que dispone –el célebre “capability-expectations gap” acuñado en su día por Chistopher Hill refiriéndose a la política exterior-, y que además su principal cualidad no es precisamente “el regate en corto” o la reacción inmediata, sino la definición de respuestas comunes basadas en el acuerdo entre diferentes.

 

            Partiendo de esta doble constatación, y sin perjuicio de los errores que hayan podido cometerse en un principio, creo que la esperanza se impone ya claramente al escepticismo en el diagnóstico –de momento y por fuerza meramente prospectivo- del papel que la UE habrá de desempeñar en la gestión de esta crisis sin precedentes. Como es obvio, su intervención no podía resultar determinante en la reacción inicial y de carácter  estrictamente sanitario, en la medida en que sus competencias en este ámbito son muy limitadas. Aun así, la movilización de las instituciones que no dependen del impulso de los gobiernos de los Estados miembros, como el Banco Central Europeo, se ha dejado sentir de inmediato y ha contribuido de manera fundamental a parar el golpe en los mercados financieros. Tampoco ha sido ni mucho menos irrelevante a este respecto la labor de la Comisión, activando cláusulas de escape o de flexibilidad, poniendo propuestas ambiciosas sobre la mesa –la principal, el nuevo instrumento financiero de apoyo temporal en materia de desempleo (SURE)- o liberando recursos bajo la forma de ayudas directas dentro de los estrechos márgenes del presupuesto de la Unión. Otros mecanismos, tal vez menos conocidos o visibles, como el de coordinación consular también han funcionado a pleno rendimiento, facilitando en el caso de este último una repatriación conjunta y lo más rápida posible de hasta medio millón de ciudadanos europeos dispersos por el mundo y que, dadas las circunstancias, se enfrentaban a serias dificultades para regresar a sus hogares.

 

            Inevitablemente, la reacción intergubernamental ha tardado algo más en concretarse, en un contexto además no exento de tensiones y recriminaciones mutuas entre algunos Estados miembros, que resultaban particularmente sangrantes por las características específicas de esta crisis. Sabemos bien, sin embargo, que la solidaridad no se impone por decreto, ni siquiera cuando tienes la capacidad para adoptar medidas excepcionales como el estado de alarma... Lo importante es que, superada esa situación inicial, un amplio consenso se ha ido abriendo paso en torno a los ejes fundamentales de la red de seguridad que la UE estará en condiciones de ofrecer a sus miembros, y especialmente a aquellos que como España van a experimentar unas necesidades de financiación extraordinarias que quizá no puedan cubrir por los cauces habituales.

 

            En efecto, tras el Consejo Europeo del pasado 23 de abril, parece confirmarse la disponibilidad a corto plazo –a partir del próximo 1 de junio- tanto de recursos procedentes del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) para atender el incremento exponencial del gasto más directamente vinculado a la gestión de la crisis sanitaria, como del apoyo del Banco Europeo de Inversiones (BEI) para reforzar la financiación del tejido productivo, amén del ya mencionado mecanismo SURE orientado a respaldar los esfuerzos de protección del empleo mediante fórmulas como la de los ERTE en España. Todo ello permitirá movilizar hasta medio billón de euros, al que obviamente podrán recurrir los Estados miembros en función de la situación en la que se encuentren, que no es ni mucho menos la misma puesto que algunos podrán soportar por sus propios medios la tensión a la que se van a ver sometidas sus finanzas públicas.

           

            Más significativo aun si cabe fue, no obstante, el principio de acuerdo alcanzado también en aquella reunión para incorporar al marco presupuestario de la UE para los próximos años un gran fondo de recuperación que debería estar operativo a partir de enero de 2021. No está claro todavía cuál habrá de ser la proporción de recursos reembolsables y no reembolsables en su configuración y de ello dependerá en gran medida el alcance último de este ejercicio de solidaridad. Ahora bien, aceptar la creación de este fondo bajo los parámetros que se están barajando –en torno al billón y medio de euros- representa ya en sí mismo un hito fundamental; recordemos que hasta ahora las negociaciones sobre el nuevo marco financiero plurianual (2021-2017) giraban en torno a las “décimas” –más bien pocas o incluso ninguna, a juicio de los Estados miembros más “frugales”- en las que el volumen de gasto para ese periodo podría superar el 1% del PIB global de la UE. Con este instrumento, ese umbral se acercaría al 2% al menos durante los primeros años que serán los más duros para el tejido económico y social de los Estados miembros más directamente afectados por la crisis del coronavirus. Quien en mayor medida tendría que contribuir a este esfuerzo extraordinario, Alemania, parece estar dispuesta a hacerlo y ello, sin duda, arrastrará a otros gobiernos que pudieran mostrarse más reticentes.

 

            Conviene no menospreciar irresponsablemente este conjunto de iniciativas, algunas de las cuales hasta hace bien poco resultaban difícilmente imaginables, por el simple hecho de que no se haya alcanzado el supuesto “cielo” de los coronabonos, cuya concreción en las actuales circunstancias, además de suscitar problemas técnicos en absoluto desdeñables, corría el riesgo de agudizar tensiones políticas de profundo calado que –no lo olvidemos- continúan amenazando desde el interior de algunos Estados miembros la esencia misma del proyecto europeo. Frente a ellas habrá de resistir también y sin concesiones la UE en un contexto que lamentablemente ofrece una formidable coartada para quienes aspiran a erosionar los cimientos de nuestras democracias liberales.

 

            Restan, por supuesto, otros muchos desafíos a los que deberíamos dar respuestas comunes en el seno de la Unión, comenzando por una vuelta lo más coordinada posible a la normalidad, en particular por lo que se refiere al restablecimiento de la movilidad en ese gran espacio sin fronteras que constituyen el mercado único y la zona Schengen. Pero, al margen de todas estas medidas de cuya eficacia dependen nuestro bienestar y nuestro futuro inmediatos, nos jugamos mucho más como europeos en la gestión de esta crisis. Porque si algo ha puesto de manifiesto la pandemia ha sido la extrema debilidad de la arquitectura internacional existente para hacer frente a una amenaza capaz de condicionar dramática y simultáneamente la vida de la mayor parte de la Humanidad: es realmente escalofriante el desfase entre ambas variables. Y lo que es peor, pese a estas carencias que a cualquier observador razonable le parecerían alarmantes, algunos se permiten el lujo incluso de aprovechar el desastre para intentar socavar la credibilidad y la operatividad de ese modesto entramado de cooperación. Pues bien, si la Unión Europea representa justamente lo contario, la forma en la que encare esta crisis y su mayor o menor eficacia a la hora de gestionarla con éxito cobran un valor universal como modelo alternativo para hacer frente a la adversidad.

 

En fin, creo sinceramente que, incluso en las circunstancias excepcionales que estamos viviendo o precisamente a causa de ellas y por la incertidumbre que provocan, este 9 de mayo es más necesario que nunca reivindicar con esperanza la celebración del Día de Europa.

 

 

 

Luis N. González Alonso

Director del Centro Europe Direct

Catedrático de Derecho Internacional Público

Universidad de Salamanca